Te advierto, ya de mano, que este es el relato de un fracaso. O, mejor dicho, de un aprendizaje de esos que te dejan del revés, pero de los que te levantas más entera que nunca. Yo tenía clarísimo que iba a dar el pecho todo lo que mi hijo quisiera. ¿Dos años? ¡Por lo menos! ¿Tres? Quizás. Todo lo que él necesitara. Había leído mucho durante todo mi embarazo. Ya sabes, Carlos González, Alba Padró, Julio Basulto… No me faltó ni un referente. Entre todos me convencieron de que dar la teta era tan fácil como proponérselo y, en el peor de los casos, contar con algo de ayuda.
Según nació mi hijo hicimos piel con piel durante dos horas y ya se enganchó a la teta. “Tiene buen agarre”, me dijeron las enfermeras. ¡Estupendo! Pintaba bien, pero en las siguientes 48 horas en el hospital ya se torció todo. Me dolía mucho ponerle a la teta, pero me dolía aún más no hacerlo, así que ahí le enganchaba mientras me callaba los gritos de dolor que me estaba apeteciendo soltar. Alguna enfermera me vio la cara. “¿Te está doliendo?”. “No, no, para, no te tiene que doler”. Y vuelta a empezar. Me sacaban al crío de la teta y me lo volvían a poner. Así estuvimos. Cada vez que le ponía al pecho mi marido me preguntaba del uno al diez cuánto me dolía. Le llegué a decir 10 mientras me aguantaba las lágrimas de dolor y le llegué a decir 2 cuando en realidad era 8 sólo para que me dejara darle de comer un poco al crío. Las enfermeras entraban cada poco a ver cómo íbamos y me ayudaban con diferentes posturas y agarres. También me dejaron pezoneras y con eso nos fue un poco mejor, por lo menos a mí me dolía menos, aunque había leído tantísimo sobre la no necesidad de las pezoneras que me sentía mala madre por tener que recurrir a ellas. Pero bueno, eran el mal menor. Me preocupaba que mi hijo sólo había hecho caca, el meconio, justo al nacer y después apenas un par de pises en los siguientes dos días. Las enfermeras tampoco le dieron mucha importancia y con las mismas nos dieron el alta y nos fuimos para casa.
Los siguientes dos días en casa fueron para pegarse un tiro. Me los pasé con mi hijo a la teta, hartos, destrozados los dos. Le llegué a coger manía, necesitaba cinco minutos para mí, pero no me soltaba. Si le dejaba sin teta se ponía a llorar desquiciado. A mí me habían convencido en los libros de que era imposible que no tuviera leche, que lo único que tenía que hacer era ponerle al pecho para estimular la producción, así que nada, a la teta y a aguantarme. Cuando ya tenía cuatro días de vida y la escasísima caca que hacía seguía saliendo naranja fuimos a urgencias. El crío estaba ya para entonces desesperado, berreaba como un loco y yo, si hubiera podido, también. Allí le miraron y me dijeron que era una crisis de lactancia, así que con las mismas nos volvimos para casa a seguir llorando los dos. Al séptimo día recibimos la llamada de nuestra matrona (fue en marzo de 2020, estábamos todos confinados, así que la revisión de la primera semana de vida iba a hacérnosla por teléfono). Cuando le conté que no estábamos manchando casi pañales, que ni pis ni caca por ningún lado, me pidió que fuéramos a consulta, que quería verle. Así hicimos y según le vio entrar llorando desesperado abrió la ventana y gritó a mi marido (que nos esperaba abajo porque no le habían dejado subir): “¡vete a la farmacia a por un biberón, este niño está muerto de hambre!”.
Una vez hecho el encargo, que sin duda urgía, nos miró bien a los dos y le vio el enorme frenillo que tenía el peque y del que nadie en el hospital se había preocupado hasta el momento. Sobre la marcha llamó para darnos cita para quitárselo y mientras tanto me pautó lactancia mixta y mucho, mucho, muchísimo sacaleches. Así estuvimos otros cuatro días. Mi bebé ya feliz, mucho más relajado, con el estómago lleno y manchando pañales sin parar y yo algo más tranquila, aunque hasta el gorro de aquella máquina que me hacía parecer una vaca lechera. La matrona, un ángel, nos llamó todos los días. Me hacía apuntar la cantidad de ml de leche que sacaba cada vez que ponía el sacaleches, una cantidad que ya era muy bajita y que iba menguando sin parar día a día, pero que confiábamos en que, una vez operado el frenillo del peque, lo pudiera remontar sin mayor problema.
No fue así y por mucho que quitamos el frenillo y seguíamos insistiendo con la teta y con el sacaleches mi producción nunca aumentó. Unos días después de la intervención y viendo que de cada vez que ponía el sacaleches no sacaba más de 30 o 40 ml en el mejor de los casos, mi matrona me dijo que había unas pastillas que tenían como efecto secundario la subida de la leche. Que si quería, podía probar. Ese fue el momento en el que supe que tenía que parar. Que me daban igual los expertos, los gurús y todos los médicos del mundo. No podía más con la teta, no podía más con el sacaleches y lo que me faltaba era empezar a tomar una medicina que no necesitaba. Veía a mi hijo comer feliz de su biberón, empezó a coger peso y a crecer a la velocidad de la luz y empezó a dormir algunas horas seguidas. Él no necesitaba la teta, esas necesidades ya las tenía cubiertas, lo que necesitaba era recuperar a su madre, que en aquel momento se sentía cualquier cosa menos madre. Poco a poco, con ayuda del dichoso sacaleches, fui dejando que se retirara la poquísima leche que aun quedaba y en cuestión de una semana se terminó para siempre la teta en casa.
Ya te lo advertí. No pude dar el pecho y por momentos casi me quedo en el intento, pero aprendí muchísimo. Por ejemplo, que no valía ni una sola de las creencias que tuviera antes de ser madre, que no servía de nada ponerse expectativas y, sobre todo, que no volvería a juzgar a ninguna mamá. También aprendí, quizás lo más importante, que mi salud mental estaba por delante de todo lo demás y que eso no me hacía peor madre, sólo me hacía humana.
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